LA SOLEDAD (Segunda Parte)


La Solitariedad.


La tentación del ser humano, ante esta sensación de soledad, es la superficialidad, o sea, vivir en la superficie de sí mismo; en lugar de ahondar en su propio misterio, prefiere cerrar sus ojos y escaparse de sí mismo, buscar refugio en personas, instituciones o diversiones.


Volvamos a recordar, cuanta más interioridad, más persona; y cuanta más exterioridad menos persona; por eso el proceso de “personalización” es el hecho de ser uno mismo, alguien diferenciado. Y este proceso de personalización pasa por dos referencias: la soledad y la relación. Pero toda relación no será profunda y verdadera si no comienza con el enfrentamiento con el propio misterio, con la soledad.


Los enemigos de la interioridad son: la distracción, la diversión y la dispersión. Los “fugitivos” (los que huyen de su soledad) nunca se aman, siempre se buscan a sí mismo; el fugitivo es un individualista, y es superficial. Al vivir en la superficie no tiene amor, ya sea en la familia o en la comunidad. La medida de nuestra profundización en el propio misterio, es la medida de la apertura a los hermanos. Escapando de nosotros mismos, vivimos también escapando de nuestros hermanos.

Así como hay fugitivos hacia fuera, también hay fugitivos hacia dentro; estos son los solitarios, separados de los demás por murallas que ellos mismos han levantado o fronteras que ellos mismos señalaron. Esta es la situación a la que se refiere el Génesis cuando dice: “No es bueno que el hombre esté solo”.


Si la verdadera soledad nos abre al misterio del hermano, también es cierto que la solitariedad nos sumerge en el mar triste y estéril del aislamiento.


La solitariedad algunas veces es efecto de alguna perturbación genética, otras veces es consecuencia de que el sujeto vivió maltratado injustamente y no fue estimado, y por eso toma el camino del aislamiento como una forma de venganza. Pero también existe el solitario que, al vivir en una comunidad o en la familia observa que ahí solo hay mundos individuales y noches cerradas, y por eso también él emprende en encerramiento dentro de sí, con una paz parecida a la de los muertos.


En este tipo de solitariedad, también incluimos a los tímidos, especialmente aquellos que no logran establecer la proximidad, y que siguen viviendo encerrados y solitarios. La solitariedad no es una actitud normal en el crecimiento evolutivo de la persona. El aislamiento y la solitariedad son como un lento suicidio. Nosotros nacimos para salir y darnos.

Un diagnóstico de la soledad.


La enfermedad típica de los fugitivos y de los solitarios es la ansiedad. La ansiedad es hija del miedo y hermana de la angustia; nace y vive entre la tristeza y el temor, entre el vacío y la violencia, entre la lucha y la inercia.


Se decía, de los solitarios que huían al desierto, que cuando empezaba la rutina del día, eran tentados por la “acedia”, la cual consiste en una especie de tedio o ansiedad del corazón que perturba al monje cuando avanza el día y se instala la monotonía; entonces se tiene horror al propio lugar y surgen los deseos de huir; se desvaloriza lo próximo y se sobrevalora lo lejano; se pierde el gusto por el trabajo que haya que hacer aquí y se sueña en lejanas proezas; la persona concluye que mientras siga así no producirá frutos, por tanto tiene que cambiar. Existe un descontento con la realidad tal cual es, con el propio ser, con el mundo, con Dios y eso lleva a desear cambiar continuamente. Se descarta la propia realidad y se quiere huir en lugar de enfrentar.


Y esta también es la enfermedad del hombre post moderno, la persona se cansa de no hacer nada, está deseosa de novedades, nuevas relaciones, nuevos lugares, cosas excitantes; y dada la tecnología y el consumismo, algunas personas consiguen mantenerse en esta constante huída del lugar, de los próximos, de uno mismo y de Dios; hoy existen mil formas de consumo, de trabajo, de diversión, de felicidad… pero ciertamente esto no es accesible para todos, y esos se quedan en la soledad desolada, sin acceso a los “remedios” contra su acedia, sin los remedios para la felicidad. Por eso podemos establecer una relación clara entre consumo compulsivo y soledad.


La fuente fecunda de la ansiedad es la falta de sentido, es decir, el vacío. La ansiedad deriva del peor de los males: no saber para qué se está en este mundo. Dice Nietzche: quien tiene un objetivo en la vida, es capaz de soporta cualquier cosa.


La ansiedad generalizada es un fenómeno típico de las épocas de transición; en este tiempo, el individuo queda sin suelo firme, no sabe la dirección, un velo cubre el futuro, y por eso la ansiedad invade, como la niebla, su interior.


El sentido de la vida es lo que puede sustentar cualquier crisis. Si esta condición no se cumple, puede venir muy fácilmente el vacío de la vida.
Siguiendo los consejos de los padres del desierto, hay que aprender a atajar el tedio y la acedia con la laboriosidad, la caridad y sobre todo no huyendo, sino resistiendo. Es necesaria la aceptación de sí mismo, de la propia vida, del propio lugar, de los propios límites.


Recordemos un cuento antiguo: Había un monje que vivía en el desierto egipcio y al que las tentaciones lo atormentaban del tal modo que ya no pudo soportarlo; así que decidió abandonar el cenobio y marcharse a otra parte.


Cuando estaba calzándose las sandalias para llevar a efecto su decisión, vio, cerca de donde él estaba, a otro monje que también estaba poniéndose las sandalias. - ¿Quién eres tú? - preguntó al desconocido.
“Soy tu yo”, fue la respuesta, “Si es por mi causa por lo que va a abandonar este lugar, debo hacerte saber que, vayas adonde vayas, yo iré contigo.”




Bibliografía: HENRY NOUWEN, La Soledad, El Silencio, La Oración, Ed. Obelisco, España
EN BIACHI ENZO, Palabras de la Vida interior, Ed Sígueme, Salamanca 2006, pp 193- 195
LARRAÑAGA I. Sube Conmigo, San Pablo, México, 1990.
GARCÍA-MONGE JOSÉ ANTONIO, La Soledad Madura, en Revista Sal Térrea, Junio 2007, pp 461 y ss.

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