¿Quién era Antonio de Padua?
Datos biográficos más significativos de su vida
Nació hacia 1195 en Lisboa, y fue bautizado con el nombre de Fernando.
Su primera etapa de consagrado la vivió como canónigo regular de San Agustín en el monasterio de San Vicente, cerca de la ciudad; después pasó al monasterio de los agustinos de la Santa Cruz, en Coimbra, en el que permaneció nueve años y donde tuvo ocasión de consolidar su formación intelectual, aprendiendo la dialéctica y, sobre todo, la teología. Aquí adquiere una gran familiaridad con la Escritura.
Ante las reliquias de los cinco protomártires franciscanos asesinados por confesar la fe cristiana en Marruecos, se decidió a entrar en la Orden de los Frailes Menores, con el deseo de predicar él también a los mahometanos y encontrar en esto el martirio.
En 1220 partió para Marruecos, pero se puso enfermo. Durante el viaje de vuelta, los vientos lo llevaron a las costas sicilianas, desde donde se dirigió a la Porciúncula, cuna de la Familia Franciscana, y donde se estaba celebrando el Capítulo General de Pentecostés de 1221.
Es en este momento cuando conoce personalmente a Francisco de Asís. Después del Capítulo es destinado a la predicación y a la docencia, siendo el primero que enseñó teología a los frailes menores en Bolonia, con licencia expresa de San Francisco.
Su buena formación teológica se pone de manifiesto sobre todo en sus interpretaciones y comentarios a la Sagrada Escritura. Aprecia sobremanera la Palabra de Dios y la utiliza ampliamente, interpretándola según los cuatro sentidos: literal, alegórico, moral y anagógico.
Aun reconociendo el valor fundamental del sentido literal e histórico, prefiere el alegórico y el moral porque los cree más útiles a nivel pastoral. Fuente de su exégesis y de las ricas interpretaciones bíblicas son los Santos Padres, que cita a menudo sin decirlo explícitamente.
El Santo de Padua habla contemporáneamente de dos experiencias: la vida de contemplación y la vida de unión con Dios. Se trata de dos aspectos de una única realidad.
La experiencia de amor en Dios es considerada en muchos de sus sermones como elemento común a toda vocación cristiana. De cara a lo específicamente religioso pone el acento de modo particular en dos aspectos.
En el primero de ellos señala que la vida religiosa es una ascesis, pero sobre todo es una mística. Este estilo de vida debe tomar el camino de la purificación, es decir, abandono y distancia del mundo y de los valores que el mundo muestra, mortificación y humildad.
La vida religiosa es sobre todo amor en Dios, búsqueda de Dios, amor personal de Dios persona: en primer lugar Cristo, y en Él el Padre, con el Espíritu Santo.
Éste es para San Antonio el movimiento primero y fundamental de la vida religiosa, por eso debemos entender nuestra propia vida religiosa como una especial e íntima relación con Dios.
A esta vida de amor la llamará vida mística, amor que se hace experiencia en Cristo: «Son sus discípulos los que se abren con simplicidad al misterio de su corazón: porque Él es veraz y enseña el camino de Dios en la verdad» (Sermón del Domingo XXIII después de Pentecostés).
En segundo lugar, la vida religiosa se realiza en el seguimiento de Cristo a través de los compromisos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad. San Antonio considera los tres votos como referencias obligatorias para toda forma de vida consagrada.
Trata de hacer una interpretación espiritual de los votos: «Cada religioso debe llenarse de estas tres cosas: esperanza, juicio y paz. De esperanza por su pobreza que espera sólo en el Señor. De juicio por la castidad, sin la cual no hay gozo de conciencia ni alegría interior. De paz, por la obediencia, fuera de la cual no habrá paz. Si el religioso se llena de esta realidad, esté seguro que abundará en la esperanza y en la virtud de Espíritu Santo, para habitar con fe en la religión» (Sermón del Domingo II de Adviento).
La vida espiritual está hecha de oración, contemplación y apostolado. Antonio hace notar que el camino hacia esta vida está constituido esencialmente por algunos aspectos y opciones particulares: humildad, pobreza, castidad, penitencia, obediencia.
Se trata de las virtudes-opciones típicas y propias de la vida religiosa: «El sol y el aire significan los religiosos; sol, porque deben ser puros, calientes y luminosos; puros por la castidad, calurosos por la caridad, luminosos por la pobreza; aire porque deben ser aéreos, es decir, contemplativos» (Sermón del Domingo II de Cuaresma).
Antonio fue un enamorado de Cristo y esto le llevó a ser un hombre crítico. Conoció las contradicciones históricas de su tiempo, y la necesidad de buscar respuestas nuevas, no tan sólo para los frailes, cuanto para el mundo laico y para el clero. La medida de sus juicios siempre fue el Evangelio. No se anduvo con medias tintas y supo decir en todo momento la Verdad, no su verdad sino la Verdad del Evangelio. Muchas de sus reflexiones y críticas podrían ser perfectamente aplicadas al momento actual de nuestra vida religiosa.
Nuestra sociedad actual se va caracterizando cada vez más por la ausencia de expectativas, que lleva a la gente a la pasividad y a la indiferencia. Estamos necesitados de personas capaces de protestar y que no se dejen manipular, que se pongan al servio de aquellos que se ven desposeídos de su dignidad y que lo hagan como servicio, prodigando generosidad.
Hombres y mujeres que no dejen de reclamar, frente a todos aquellos que matan la esperanza. Esta esperanza tiene que ser desencadenada por aquellos que se han entregado, con todas las consecuencias, a la solidaridad con los pobres y los que sufren en el mundo, es decir, a las condiciones del seguimiento, que parecen insoportables sin la presencia del Señor Jesús, siempre en medio de los que ha llamado. Si todas nuestras esperanzas están puestas en Él, todos nuestros miedos serán vencidos. Con las siguientes palabras de Antonio nos unimos a los hombres y mujeres que a lo largo de la historia se sintieron seducidos por Jesús de Nazaret y por Él lo dejaron todo, pidiéndole que en estas horas difíciles siga siendo nuestro compañero de camino y no deje de activar nuestra esperanza:
«¡Señor Jesús! Dirige tu mirada sobre la herencia que, para no morir sin dejar testamento, has confirmado a tus hijos con tu sangre, y concédeles proclamar tu palabra con confianza.
La vida de tus pobres redimidos por ti, no la abandones porque no tienen otra herencia fuera de ti. Sosténlos, Señor, con el poder de tu báculo, porque son pobres tuyos.
Condúcelos y no los abandones, para que sin ti no se desvíen del camino recto, y guíales hasta el final de su camino para que viviendo hasta el fin en ti, puedan alcanzarte a ti, que eres su meta»
(Sermón del Domingo XII después de Pentecostés).
Jaime Rey Escapa, OFMCap, San Antonio de Padua y la vida religiosa,
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