DOMINGO BARBERI PASIONISTA 26 DE AGOSTO




El Padre Domingo es digno de memoria como autor escolástico de excelentes estudios de teología y filosofía: su estudio, por ejemplo, sobre la infalibilidad pontificia, adelanta con segura visión de la doctrina, la definición que muchos años después hará el Concilio Vaticano primero.

Nos enteramos de que P. Domingo fue fecundo escritor de libros de ascética y mística, entre los cuales su autobiografía que quedó, la mayor parte, en estado de manuscrito; documentos, por desgracia, no siempre satisfactorios para nuestras exigencias literarias, pero siempre notables para ilustrar dignamente la vida religiosa del siglo XVIII, y siempre apreciables para enriquecer el pensamiento y la experiencia de la historia de la espiritualidad, que son fruto de grandes y profundos estudios, de largas reflexiones e interiores elaboraciones, si debemos creer, aunque sin tomarlo al pie de la letra, como dictadas por la norma que él mismo propuso a los escritores de libros doctrinales: "No escribáis nunca sobre el papel la primera línea de una obra, si primero no habéis escrito la última línea en el cerebro.

Diez años de lección, veinte de meditación y una hora de composición, si queréis hacer obra digna de admiración", (Ms. VII, 1, c. 222). Este perfil de hombre de letras sagradas todavía hará más interesante para todos nosotros aquel de hombre de acción y oración: sabemos que el P. Domingo fue gran maestro de ascética, predicador incansable, apóstol y apologeta experto de las corrientes de pensamiento de su tiempo, época cargada de ideas antiguas y nuevas y de errores peligrosos; y fue muy entregado a la correspondencia con hombres de pensamiento y acción en un radio mucho más vasto de aquel claustral y local. Y he aquí que la acción entra en su vida: gobierno de su familia religiosa, viajes, fundaciones.

La historia de P. Domingo, la cual no supera los cincuenta y siete años (tiempo que semeja ser meta de muchas grandes vidas) se hace en tal modo tan intensa y llena de acontecimientos, que van desde los más interiores, asociados a fenómenos místicos, hasta aquellos más exteriores como extenuantes fatigas apostólicas. No es aquí donde tenemos que contar tal historia.

Aquí nos basta notar un aspecto y recordar un hecho, que semejan caracterizar sumariamente pero fielmente al nuevo Beato. Un aspecto digno de consideración es el de su dedicación a la Pasión de Cristo y la devoción a la Virgen de los Dolores. Este, nuestro piadosísimo hermano celestial, semeja repetirnos la palabra de S. Paolo, cuál síntesis y definición de su vida: "Yo no juzgo saber alguna cosa entre vosotros, sino a Jesucristo y este crucificado", (1 Cor. 2, 2).

El P. Domingo no solo predicó el culto a la Cruz del Señor, sino que el mismo la portó. Fue un paciente, fue un doliente. Esta nota dolorosa se acentúa poco a poco mientras su peregrinar se encaminaba al final, y nos deja entrever el lado dramático de su espiritualidad, que debería ser, en las diversas medidas de la divina voluntad, la de cada cristiano. "Si alguien quiere venir detrás de mí, dice el Señor, renuncie a si mismo, tome su cruz y me siga", (Mat. 16, 24).

El P. Domingo ha hecho resonar el eco de esta voz divina, y ahora también a nosotros, si no somos sus vanos devotos, nos las repite de nuevo; y lo hará hasta que de él se tenga memoria.

Finalmente, el hecho que hace recordar al Padre Domingo, es bien conocido, y fue hasta hoy el título principal de su notoriedad. El hecho de la conversión de Newman; fue el Padre Domingo, quien la tarde de octubre de 1845, en Littlemore, recogió la profesión decisiva de fe católica de aquel singularísimo espíritu. La extraordinaria importancia de aquel simple acontecimiento y la hasta ahora siempre creciente grandeza del célebre inglés reflejan sobre el humilde religioso una luz fulgurante.


En seguida viene a nuestros labios la pregunta: ¿fue él quien convirtió a Newman? ¿cuál fue el influjo del P. Domingo sobre de él?

"El Padre Domingo fue un admirable misionero. Un predicador lleno de celo. Él tuvo una gran parte en mi conversión y en la de otros. Tan solo en su mirada había algo santo. Cuando su figura me venía a la vista, me conmovía profundamente de la manera más extraña. La alegría y la amabilidad de su trato unidas a su santidad ya era para mí un santo discurso.


Ninguna maravilla por lo tanto que yo me volviera su convertido y su penitente. Él tuvo un gran amor por Inglaterra. . ." (Deposición al Card. Parrocchi, cfr. P. Fed. p. 474).

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