¿Qué significa para
nuestra vida la Resurrección? ¿Y por qué sin ella nuestra fe es en vano?
Nuestra fe se basa
en la Muerte y Resurrección de Cristo, al igual que una casa está construida
sobre sus cimientos: si éstos ceden, toda casa se derrumba. En la cruz, Jesús
se ofreció a sí mismo al tomar sobre sí nuestros pecados y descender al abismo
de la muerte, y en la Resurrección los vence, los elimina y nos abre el camino
para renacer a una nueva vida. San Pedro lo expresa sintéticamente al comienzo
de su Primera Carta, como hemos escuchado: " Bendito sea Dios, el Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la
resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible,
incontaminada e imperecedera"(1:3-4).
El Apóstol nos dice que con la Resurrección de Jesús algo absolutamente nuevo sucede: somos liberados de la esclavitud del pecado y nos convertimos en hijos de Dios, es decir somos engendrados a una nueva vida.
¿Cuándo sucede esto para nosotros?
En el Sacramento del Bautismo. En la
antigüedad, se recibía normalmente por inmersión. El que iba a ser bautizado
descendía en la gran bañera del Baptisterio, dejando su ropa, y el Obispo o el
Presbítero le vertía agua tres veces sobre la cabeza, bautizándolo en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. A continuación, el bautizado salía de
la bañera y se vestía la nueva ropa, la blanca: es decir, había nacido a una
nueva vida, sumergiéndose en la Muerte y la Resurrección de Cristo. Se había
convertido en hijo de Dios. Esto quiere decir que cada día debemos permitir que
Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él; significa tratar de vivir
como cristianos, tratar de seguirlo, incluso si vemos nuestras limitaciones y
nuestras debilidades.
La tentación de
dejar a Dios apartado para ponernos nosotros mismos en el centro siempre está a
las puertas y la experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestro
ser hijos de Dios. Por eso debemos tener la valentía de la fe, no dejamos
llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no sirve, no es importante
para ti". Es todo lo contrario: sólo comportándonos como hijos de Dios,
sin desanimarnos por las caídas, sintiéndose amado por Él, nuestra vida será
nueva, animada por la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es
nuestra esperanza! San Pablo en su Carta a los Romanos escribe: ustedes “han
recibido el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios"
“¡Abba! Padre "(Rom. 8:15). Es el precisamente el espíritu que que hemos
recibido en el Bautismo, que nos enseña, nos lleva a decir a Dios:
"Padre." O, más bien, Abba, Papá. Por lo tanto, nuestro Dios es un
papá para nosotros. El Espíritu Santo realiza en nosotros esta nueva condición
de hijos de Dios. Y este es el mejor don que recibimos del Misterio pascual de
Jesús. Y Dios nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza, nos
ama aún cuando cometemos errores. En el Antiguo Testamento, el profeta Isaías
afirma que aunque una madre pueda olvidarse del hijo, Dios nunca nos olvida, en
ningún momento (cf. 49:15). Y eso es hermoso, es muy hermoso!
Sin embargo, esta
relación filial con Dios no es como un tesoro que conservamos en un rincón de
nuestra vida, sino que tiene que crecer, hay que alimentar todos los días con
la escucha de la Palabra de Dios, la oración, con la participación en los
sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía y la caridad.
¡Podemos vivir
como hijos! ¡Podemos vivir como hijos!
Y esta es nuestra dignidad.
¡Comportarnos como verdaderos hijos!
Esto quiere decir
que cada día debemos permitir que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a
Él; significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo, incluso si
vemos nuestras limitaciones y nuestras debilidades. La tentación de dejar a
Dios apartado para ponernos nosotros mismos en el centro siempre está a las
puertas y la experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestro ser
hijos de Dios. Por eso debemos tener la valentía de la fe, no dejamos llevar
por la mentalidad que nos dice: "Dios no sirve, no es importante para ti,
o cosas por el estilo". Es todo lo contrario: sólo comportándonos como
hijos de Dios, sin desanimarnos por las caídas, por nuestros pecados,
sintiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por la serenidad y
la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!
Queridos hermanos y
hermanas, tenemos que ser nosotros mismos los primeros en tener firme esta
esperanza y debemos ser un signo visible, claro y brillante para todos. El Señor
Resucitado es la esperanza que no falla, que no defrauda (cf. Rm 5,5). La esperanza del Señor no defrauda
¡Cuántas veces en nuestra vida se desvanecen las esperanzas, cuántas veces las
expectativas que llevamos en el corazón no se realizan! La esperanza de
nosotros los cristianos es fuertes, segura, sólida en esta tierra, donde Dios nos
ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad, porque se funda sobre
Dios, que es siempre fiel. No debemos olvidar esto: Dios es siempre fiel, Dios
es siempre fiel con nosotros. El haber resucitado con Cristo mediante el
Bautismo, con el don de la fe, para una heredad que no se corrompe nos lleve a
buscar aún más las cosas de Dios, a pensar más en Él, a rezarle más. Ser
cristianos no se reduce a seguir algunas órdenes, sino que quiere decir estar
en Cristo, pensar como Él, actuar como Él, amar como Él. Es dejar que Él tome
posesión de nuestra vida y la cambie, la transforme, la libere de las tinieblas
del mal y del pecado».
Queridos hermanos y
hermanas, a quien nos pida dar cuenta de la esperanza que hay en nosotros (cf.
1 P 3,15), indiquemos a Cristo Resucitado. Indiquémosle con el anuncio de la
Palabra, pero sobre todo con nuestra vida de resucitados. Mostremos la alegría
de ser hijos de Dios, la libertad que nos da el vivir en Cristo, que es la
verdadera libertad, la de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte!
Fijémonos en la Patria celestial, tendremos una nueva luz y fuerza también en
nuestro compromiso y en nuestros esfuerzos cotidianos. Es un valioso servicio
que debemos dar a nuestro mundo, que a menudo ya no es capaz de levantar la mirada
hacia arriba, no es capaz de levantar la mirada hacia Dios.
Papa Francisco
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