MENSAJE DE NAVIDAD
VATICANO,
24 Dic. 14 / 04:35 pm (ACI/EWTN
Noticias).- “La liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del
Salvador como luz que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del
Señor en medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de
la esclavitud, e instaura el gozo y la alegría”. Con estas palabras comenzó el
Papa Francisco la homilía de la Santa Misa de Navidad que celebró a las 21,30
horas de Roma en la Basílica de San Pedro.
Para el
Santo Padre, “a lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la
oscuridad nos revela que Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más
fuerte que las tinieblas y que la corrupción”.
Y
precisamente “en esto consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no
conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre
de la parábola del hijo pródigo, esperando atisbar a lo lejos el retorno del
hijo perdido”.
El
Pontífice pronunció un breve pero intenso texto ante las miles de personas que
participaron de la celebración.
A
continuación, la homilía completa de la Santa Misa de Nochebuena en la
Solemnidad de la Natividad del Señor:
“El
pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de
sombras y una luz les brilló”. “Un ángel del Señor se les presentó [a los
pastores]: la gloria del Señor los envolvió de claridad”. De este modo, la
liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta el nacimiento del Salvador
como luz que irrumpe y disipa la más densa oscuridad. La presencia del Señor en
medio de su pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la
esclavitud, e instaura el gozo y la alegría.
También
nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la casa de Dios atravesando las
tinieblas que envuelven la tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina
nuestros pasos y animados por la esperanza de encontrar la “luz grande”.
Abriendo nuestro corazón, tenemos también nosotros la posibilidad de contemplar
el milagro de ese niño-sol que, viniendo de lo alto, ilumina el horizonte.
El
origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde en la noche de los
tiempos. Pensemos en aquel oscuro momento en que fue cometido el primer crimen
de la humanidad, cuando la mano de Caín, cegado por la envidia, hirió de muerte
a su hermano Abel.
También
el curso de los siglos ha estado marcado por la violencia, las guerras, el
odio, la opresión. Pero Dios, que había puesto sus esperanzas en el hombre
hecho a su imagen y semejanza, aguardaba pacientemente. Esperó durante tanto
tiempo, que quizás en un cierto momento hubiera tenido que renunciar. En
cambio, no podía renunciar, no podía negarse a sí mismo. Por eso ha seguido
esperando con paciencia ante la corrupción de los hombres y de los pueblos.
A lo
largo del camino de la historia, la luz que disipa la oscuridad nos revela que
Dios es Padre y que su paciente fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que
la corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de Navidad. Dios no
conoce los arrebatos de ira y la impaciencia; está siempre ahí, como el padre
de la parábola del hijo pródigo, esperando atisbar a lo lejos el retorno del
hijo perdido.
La
profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz que disipa la
oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue recibida por las manos tiernas de
María, por el cariño de José, por el asombro de los pastores. Cuando los
ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo hicieron con
estas palabras: “Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales
y acostado en un pesebre”.
La
“señal” es la humildad de Dios llevada hasta el extremo; es el amor con el que,
aquella noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos, nuestras
angustias, nuestros anhelos y nuestras limitaciones. El mensaje que todos
esperaban, que buscaban en lo más profundo de su alma, no era otro que la
ternura de Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta
nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez.
Esta
noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús apenas nacido y acostado en
un pesebre, nos invita a reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me
dejo alcanzar por él, me dejo abrazar por él, o le impido que se acerque? “Pero
si yo busco al Señor” podríamos responder–. Sin embargo, lo más importante no
es buscarlo, sino dejar que sea él quien me encuentre y me acaricie con cariño.
Ésta es
la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia: ¿permito a Dios que me
quiera? Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las situaciones
difíciles y los problemas de quien está a nuestro lado, o bien preferimos
soluciones impersonales, quizás eficaces pero sin el calor del Evangelio?
¡Cuánta necesidad de ternura tiene el mundo de hoy!
La
respuesta del cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nuestra
pequeñez. La vida tiene
que ser vivida con bondad, con mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios
está enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se hace pequeño para propiciar
el encuentro con nosotros, no podemos no abrirle nuestro corazón y suplicarle:
“Señor, ayúdame a ser como tú, dame la gracia de la ternura en las
circunstancias más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en las
necesidades de los demás, de la humildad en cualquier conflicto”.
Queridos
hermanos y hermanas, en esta noche santa contemplemos el misterio: allí “el
pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. La vio la gente sencilla,
dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio, no la vieron los arrogantes, los
soberbios, los que establecen las leyes según sus propios criterios personales,
los que adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y recemos, pidiendo
a la Virgen Madre: “María, muéstranos a Jesús”.
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